sábado, 7 de noviembre de 2009

El día que maté a la Luna y enterré su cadáver en una mujer con cabeza de gallina


De un fuerte puñetazo sobre esa mesa donde mi corazón era un festín, salió disparada la astilla que acabó con su vida. Cayó desde el cielo que habita en mi cuerpo y aún tuve tiempo de golpearla y de escupir sobre su alma antes incluso de que llegase al suelo. Velé su figura perfecta y hermosa toda la noche hasta bien entrada la mañana. Una a una me bebí todas mis lágrimas dejando sólo las vuestras, las necesarias. Arranqué a tiras su piel suave y pálida e hice vendas para tapar mis ojos, para quedarme ciego, y no ver, y para que no se me escapen esas, las necesarias. Con las uñas de sus pies y de sus manos construí una escalera para llegar donde nadie me viera y esparcí sus cabellos a los ocho vientos -¡Fuera, para quién los quiera!- Enterré su cadáver pútrido y hueco –aún hermoso- en una mujer sin muerte con cabeza de gallina que fui forjando con los restos de su recuerdo. Y su corazón amarillo y frío lo introduje en el agujero que el mío dejó vacío para helar la sangre de mis arterias y no verla más, ni amarla, ni aullar a esa maldita que constantemente eclipsó –con o sin sol- la pureza de mi voz. Y así, ese día, sin duda alguna maté a la Luna. Y así, ese día, sin duda alguna maté a mi Musa.

Muerta la Poesía… ¿Dónde estás, Alegría? 

1 comentario:

  1. ME encantó.... quizás, un día... mate algunas estrellas anheladas, jamás alcanzadas.

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