De un fuerte puñetazo sobre esa mesa donde mi corazón era un festín, salió disparada la astilla que acabó con su vida. Cayó desde el cielo que habita en mi cuerpo y aún tuve tiempo de golpearla y de escupir sobre su alma antes incluso de que llegase al suelo. Velé su figura perfecta y hermosa toda la noche hasta bien entrada la mañana. Una a una me bebí todas mis lágrimas dejando sólo las vuestras, las necesarias. Arranqué a tiras su piel suave y pálida e hice vendas para tapar mis ojos, para quedarme ciego, y no ver, y para que no se me escapen esas, las necesarias. Con las uñas de sus pies y de sus manos construí una escalera para llegar donde nadie me viera y esparcí sus cabellos a los ocho vientos -¡Fuera, para quién los quiera!- Enterré su cadáver pútrido y hueco –aún hermoso- en una mujer sin muerte con cabeza de gallina que fui forjando con los restos de su recuerdo. Y su corazón amarillo y frío lo introduje en el agujero que el mío dejó vacío para helar la sangre de mis arterias y no verla más, ni amarla, ni aullar a esa maldita que constantemente eclipsó –con o sin sol- la pureza de mi voz. Y así, ese día, sin duda alguna maté a la Luna. Y así, ese día, sin duda alguna maté a mi Musa.
Muerta la Poesía… ¿Dónde estás, Alegría?
ME encantó.... quizás, un día... mate algunas estrellas anheladas, jamás alcanzadas.
ResponderEliminar