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sábado, 7 de noviembre de 2009

Me gusta despertar

Ahora ya no sé dormir si no es
acariciando mi tu piel toda tuya mía.

Sufro de atroces vacíos insomnes
si no viene a reposar mi tu aliento
en ese tu mi nido que hay
entre tu mi pecho y tu mi cuello.

Y es que ya no sé dormir sin ti
y sin ti creo no saber soñar.
Porque sueño contigo
aunque contigo quede dormido.

El sueño es entonces
otra oportunidad para estar contigo.
Y al despertar y verte ahí
en ese mi tu nido todo tuyo mío...

Soy feliz por haber vivido.

Pamplinas

"Un polisón de nieve, blanqueando
las sombras, se suicida en los jardines.
¿Qué será de mi alma, que hace tiempo
bate el récord continuo de la ausencia?"

(Pamplinas, Rafael Alberti)





Cara de palo, pamplinas, rostro pálido,
Buster Keaton todo él,
no entiende nada.

Como un personaje tragicómico de cine mudo
confuso, desubicado, náufrago
en un fotograma de total technicolor.

(Algo así como un Joseph Merrick con chapines de rubí
pisando baldosas amarillas).

Pocos pasos atrás Louis Armstrong
interpreta con trompeta
"What a Wonderful World".

(...)

Buster Keaton no entiende nada.

En base a una estúpida regla de 3


El siglo 21 empezó con tu lengua acariciando la mía,
y tus brazos me abrazaban y tus piernas se abrían
y tus ojos se reflejaban siempre en los míos
y yo tenía la estúpida creencia de que siempre serías mía.

5 años después tu lengua acaricia otra lengua
y tus brazos abrazan a otro y tus piernas se abren para otro
y tus ojos se reflejan en otros que no son los míos
y yo tengo la estúpida creencia de que volverás algún día.

En base a una sencilla regla de 3,
si tras 5 años de compartir saliva,
abrazos, orgasmos y algo de vida,
si tras 5 años has logrado olvidarme en 2 meses,
y suponiendo que mañana sea yo quien te olvide,
habrán pasado 6 meses desde entonces
y en base a una estúpida regla de 3
podemos concluir que te amé 3 veces más, 3.

Pero no será mañana, ni pasado, ni nada,
y concluiremos entonces que te amé
4 y 5 y 6 y 7 y 8 y 9 y 10 veces más que 3.

Empezará el siglo 22 y con un poco de suerte
habré muerto sólo donde nadie me encuentre,
y se me llevarán la lengua y los brazos y las piernas
y los ojos y los huesos y las estúpidas creencias.

Sólo pido que el viento lleve mis cenizas allá donde estén las tuyas.

De lunáticos y anfibios

Los Lunes, los lunáticos
se suben a los áticos
y pasean con prismáticos.

Y es la Luna, Luna Lunera,
quien ocupa su vida entera.


De día los anfibios
permanecen dormidos,
ocultos, escondidos,

pero si ha llovido y oscurece
su número crece y crece y crece.


Se reúnen ciertas noches
y en contadas ocasiones
en los más húmedos rincones.

Los lunáticos mirando al cielo,
los anfibios a ras del suelo,
y yo, que estoy en medio,
los observo a todos ellos.

Una salamandra selenita
se detiene, saluda y grita:

¡Un minuto pasa de la una!

Y la Luna
es una uña.

Poema del desencuentro


Se vieron de lejos.
Frente a frente venían
el uno frente al otro.

Empezaron a hablarse
antes de poder oírse:

-          ¿Vienes del trabajo?
-          Te has cortado el flequillo
-          Sí, hace ya tiempo.
-          Sí, voy a comer.
-          Adiós.
-          Adiós.

El destino había dispuesto
que sólo faltasen dos días
para recordar el primero.

Sólo habría pasado un año.
Un año es nada y ambos lo sabían.

Pero si a veces un año
dura sólo doce meses,
hay veces en que un mes
dura doce largos años.

Y ambos lo sabían.

Nada, nada sabes


Tú ya no sabes de mi nombre,
no sabes
de las noches que consumo
pronunciando el tuyo,
no, no lo sabes.

No sabes de las palabras
que me callo,
de lo que ya nunca hablo,
no, eso no lo sabes.

Nada apenas sabes de las horas,
de los días que no acaban,
de las tardes a solas,
nada, nada sabes.

De la tinta quemada,
de la tinta empapada
tú no sabes nada.

De los labios que me ofrecen y no beso,
de los cuentos de princesas que no leo,
que no creo. No, tú no sabes nada de eso.

Nada de la nube que me arrastra,
de los escorpiones
en mis talones
y su pálido veneno que me castra.

No, de eso tú no sabes nada.

Nada de esa música que ahora me ahoga,
nada de esa carta nonata,
-ingrata porque no mata-
nada de esa calle, nada de esta soga.

Nada, nada sabes.

De un verano inmenso
que me pasé sentado
sin ti pero a tu lado
esperando tu regreso.

De los suspiros crucificados a tu recuerdo,
de las noches eternas en que soñamos juntos,
de los silencios que me acosan cuando duermo.

Tú ya no sabes nada de eso.

Nada de querer verte a cada instante,
nada de esa ausencia de tus ojos
que veo en todos los rostros,
nada de esa vida que estaba delante…

De eso tú ya no sabes nada.

Nada, nada sabes.

(...)

Tú no sabes que esta noche,
doce de Febrero,
Carnaval en Oviedo,
me disfrazo de reproche.

Eso tampoco lo sabes.

Y no sabes que no te llamo
porque todavía te amo.

No, creo que no lo sabes.

De una mahou y un libro en mis manos
en el Café Apolo
y la prensa y uno y dos y tres cigarros
sentado, sólo.

De viejos intelectuales
hablando de HitchCock y Pollanski
y artistas borrachos y malditos
y de la vida de Henry Hank Chinaski.

De un desconocido
Par Lagerkvist
que dice ser mi amigo.

De las bragas mojadas
de Choderlos de Laclos
y sus celos y sus damas.

No, no sabes nada.

De los paseos dominicales
buscando tesoros escondidos,
de grabados japoneses,
de un ángel, o dos, o tres, caídos.

De parapléjicos irlandeses,
de un viaje a Cuba
y un viaje a la Luna,
de grupos de rock daneses.

De estudiantes americanos,
de ánforas y asteriscos y jarrones,
de la pintura de mis manos,
de orquídeas de nuevos colores,

de las hermosas torres
que yo iba a construirte,
de la Luna Triste,
de los aguijones...

... de eso tú no sabes nada.

Nada, nada sabes.

El día que maté a la Luna y enterré su cadáver en una mujer con cabeza de gallina


De un fuerte puñetazo sobre esa mesa donde mi corazón era un festín, salió disparada la astilla que acabó con su vida. Cayó desde el cielo que habita en mi cuerpo y aún tuve tiempo de golpearla y de escupir sobre su alma antes incluso de que llegase al suelo. Velé su figura perfecta y hermosa toda la noche hasta bien entrada la mañana. Una a una me bebí todas mis lágrimas dejando sólo las vuestras, las necesarias. Arranqué a tiras su piel suave y pálida e hice vendas para tapar mis ojos, para quedarme ciego, y no ver, y para que no se me escapen esas, las necesarias. Con las uñas de sus pies y de sus manos construí una escalera para llegar donde nadie me viera y esparcí sus cabellos a los ocho vientos -¡Fuera, para quién los quiera!- Enterré su cadáver pútrido y hueco –aún hermoso- en una mujer sin muerte con cabeza de gallina que fui forjando con los restos de su recuerdo. Y su corazón amarillo y frío lo introduje en el agujero que el mío dejó vacío para helar la sangre de mis arterias y no verla más, ni amarla, ni aullar a esa maldita que constantemente eclipsó –con o sin sol- la pureza de mi voz. Y así, ese día, sin duda alguna maté a la Luna. Y así, ese día, sin duda alguna maté a mi Musa.

Muerta la Poesía… ¿Dónde estás, Alegría?